Era el año 2052. Los habitantes de la nave del misterio seguían allí, en la nave, porque no se les permitía que la abandonasen. Con tanto recorte, la edad de jubilación rondaba ya los 92 y la penalización por IT te dejaba sin comer, al menos, una semana. Tanto era así que la Dama Merckel seguía aferrada a su sillón presidencial (¡para dar ejemplo, claro!).
¡Había que trabajar, trabajar, trabajar! ¡No podíamos rendirnos! ¡Teníamos que salir de la crisis!
Por las calles, solo se veía gente mayor. Los infantes rondaban los 30. La pediatría había desaparecido como especialidad. Éramos instruidos para trabajar, para salir de la crisis, y con tanto trabajo se nos habían olvidado muchas otras cosas. ¡No nos quedaban tiempo ni ganas!
¡La especie humana estaba al borde de la extinción!
Sí, estábamos saliendo de la crisis pero no teníamos jóvenes que pagaran nuestras pensiones y heredaran nuestros logros y nuestra bien saneada economía, ¿o… debería decir fracasos? ¡Siempre habría una gentil avutarda agradecida a favor de la que testar!
Habían aparecido nuevas enfermedades laborales y comunes: “laboriosis terminal” o enfermos terminales en su puesto de trabajo, sin adecuación del mismo, porque ¿para qué?, y cuyo código CIE es T666 (T de terminal y 666 en honor al día de la bestia); “cañonosis” -incipiente, crónica o terminal- que sufrían los autónomos y pequeños empresarios quienes durante toda su vida, y hasta su muerte, habían estado al pie del cañón; “cojonitis”, en varios grados, que aquejaba gran parte de la población general de ambos sexos (no confundir con la orquitis); “pormiscojonosis” que padecían los grandes dirigentes y los políticos que, aún, constituían un porcentaje muy elevado de la población, al menos, en nuestro muy querido país.
Y en medio de todo este panorama, estaba yo. Había sido enviada, desde el Centro de Coordinación Central, a una navecilla del misterio, UADF o unidad para la atención domiciliaria futura, en el centro de la capital. Las naves pequeñas futuras no eran como las de ahora. Se habían convertido en furgonetas, con un gran maletero, para meter, además de los utensilios propios de la profesión, nuestras sillas de ruedas, andadores, muletas, botellas de oxígeno, bolsas de pañales, piernas ortopédicas de repuesto, etc. Eran de piso bajo, especiales para minusválidos, para que sus ocupantes fuéramos capaces de entrar y salir de ellas. ¡No estaba bien visto adecuar el puesto de trabajo al trabajador, pero no les quedaba más remedio que adecuar el lugar! A las naves del misterio grandes, como no les cabía tanta parafernalia, por la camilla y el enfermo “de más” que muchas veces transportaban, les habían acoplado un remolque casi tan grande como ellas.
Yo contaba la madura edad laboral de 82 años. Mi técnico, Tami, era un poco más joven, 74. Le llamaban el “baby” del parque. Había comenzado con un Alzheimer incipiente y, muchas veces, no recordaba dónde había dejado el coche. ¡Menos mal que estaba yo para recordárselo, que tras sufrir un ictus, me quedó como secuela, digamos, cierta tartamudez! Bueno, tardaba en decir la tabla de multiplicar, más o menos, un día y medio. Tami, además llevaba la botella de oxígeno a la espalda, no para los disneicos, sino para uso personal y yo, ¡madre mía!, el andador, la insulina, la pastilla para la tensión y los pañales. Ni qué decir tiene que había acoplado un soporte al andador para llevar la tablet, ¡por supuesto!, y el fonendoscopio.
Sonó el walki. No sé cómo, pero habían conseguido ponerle el tono del “Highway To Hell”. Tami contestó:
– Adelante para la UADF – XX.
-¡Buenos días!, te dejo un avisito en el tablet. ¡Hacedlo deprisa que hay overbooking en vuestra zona!
– Vale, vamos para allá.
¡De prisa, dice!, pensó Tami.
La tablet decía:
«Varón de 89 años. No respira. Muerte esperada en enfermedad terminal”.
– ¡Oh, no! Otro más, -se quejó Tami con resignación.
– ¿Y dónde es? – Espeté.
– BASE de la UADF XY. Otra “laboriosis terminal”. Y ésta de un compañero.
Íbamos cayendo como moscas. Era lógico, por la edad. Y al último, ¿quién le atenderá? Él sí tendrá realmente un código 798.9 o “muerte sin asistencia”. Pero nadie se lo pondrá.
¿Regresé del futuro o solo fueron alucinaciones? Personalmente, prefiero la segunda opción, probablemente provocada por la combinación de una pu… puñe…nmm… mala, malísima guardia y la escucha atenta del telediario matinal; pero, si fuera cierto lo que vi…. Os invito a la reflexión. Gracias amigos.
Guadaña
P.D. La imagen la he tomado de un WhatApp que he recibido. Desconozco su autor, y espero no le importe que la haya utilizado como ilustración de estas líneas.